Acostumbra a decir Juan Carlos Monedero (y gran parte de los círculos que le rodean) que la izquierda como tal ha dejado
de tener sentido. Que ya la izquierda no significa nada puesto que las personas
corrientes no pueden sentirse identificadas con un espectro político que abarca
desde el PSOE hasta los partidos mas subversivos. Un espectro que, en el mejor
de los casos cuando no ha fracasado en sus aspiraciones electorales o de
representación institucional, les ha traicionado. Puede que tenga razón.
Antes de empezar a escribir estas
líneas, de vuelta casa tras varias horas en una biblioteca pública, he entrado
en un bar cercano a mi casa ha pedir un café con leche. Allí, en un ambiente
recargado, unos diez hombres de mediana edad apuraban vinos y cañas ya calientes
entre risotadas y comentarios típicos de un día cualquiera a final de jornada.
Junto a ellos, una madre trataba de ayudar a su hijo con los deberes del
colegio. La madre, camarera del bar, se levantó a servirme el café con una
cojera más que evidente, secuela de una caída en el bar días anteriores del
cual ni se ha tratado ni ha dado parte. Mientras la camarera prepara el café
grita a su hijo (de otro modo no le oiría) que se centre en el problema de
matemáticas del libro. El chaval, de unos ocho años no se concentra. Tampoco
ayudan los parroquianos que, a falta de otra cosa con la que entretenerse, usan
al crío, que ya de por sí es bastante despierto y respondón, como
entretenimiento nocturno. Al fin y al cabo el niño es parte de la parroquia del
bar. La camarera, madre soltera desde joven y con dificultades para cuadrar las
cuentas, acostumbra a hacer de madre, camarera y profesora particular antes del
cierre. Me comenta que no puede con el chiquillo y que, encima, los profesores
le mandan muchos deberes, demasiados, y cada vez más complicados.
Al acabarme el café y volver a casa,
tras pensar un poco en lo visto en el bar de al lado de mi casa pienso en la
gente que estaba conmigo en la biblioteca. Universitarios la mayoría preparando
oposiciones y exámenes, la mayoría mujeres jóvenes. También había gente que
pasaba los treinta que llegaba a última hora, seguramente de trabajar, la
mayoría con libros donde se podía leer “oposiciones cuerpo nacional de policía”
o “fundamentos de la administración pública”. No hay gran diferencia entre
quienes estaban en la biblioteca y en el bar. Es verdad que aquellas que
estudiaban para las oposiciones no se sentirán trabajadoras manuales,
seguramente ni siquiera obreras, pero conseguirán un trabajo poco remunerado
para el servicio que realizan y una gran parte de ellas se divorciarán con los
hijos a su cargo. Las que no tengan suerte en los exámenes públicos (la
mayoría) encadenarán trabajos temporales y paro tras trabajos temporales y mas
paro. Quienes sí la tengan acabarán endeudadas casi hasta su jubilación,
cercenando de paso el poder adquisitivo que el puesto les daba, logrando al
final pasar los mismos apuros económicos que quienes pasaban las horas en el
bar. Quienes no pasen por el aro del país panderetero que se nos ofrece a los
jóvenes llenarán sus maletas con ilusiones y la civilizada Europa estamparán
sus sueños. Allí, donde los medios corean el futuro que aquí parece negarse a
unos pocos acabarán sucumbiendo a la realidad del emigrante. Esa que te obliga
a coger los trabajos que el nacional no quiere y esforzarte diez veces mas que
el resto para acceder a una posición media estable, cuando no, lo menos que les
espera es trabajar en aquellos trabajos manuales que habrían despreciado antes
de viajar fuera cegados por los dañinos medios de comunicación.
¿Qué será para todos ellos la
izquierda? ¿Algo lejano, caduco, traicionero? Es probable que para muchos de
ellos tan solo sea algo meramente retórico. Y es que la acaramelada
socialdemocracia europea se disipó hace años y, con ella, el ascensor social
con el que se anclaba en la tierra. Los hijos de los obreros, los más, siguen
teniendo menos oportunidades de prosperar que las menos familias acomodadas.
Siguen yendo a colegios con menor oferta educativa y de apoyo, siguen teniendo
que esforzarse mas para llegar al mismo sitio y, de llegar, muchas veces
tampoco se valora. Hoy las empresas mas punteras tienen como referencia de
contratación a aquellas personas que hicieron voluntariado estival, hicieron
practicas en alguna empresa (la de papá) en los meses de no universidad o
estudiaron idiomas en países extranjeros. La mayor parte de quienes compartían
biblioteca conmigo trabajaron en verano para pagarse la universidad o
estuvieron en el pueblo de la abuela los verano mientras sus padres se ganaban
el sustento familiar.
La izquierda durante los años en los
que los hijos de los obreros miraban de tú a tú al pijo de la clase en la
universidad era una simplificación política. Una forma de decir “debemos seguir
luchando, ir hacia delante, no nos han regalado estar así y cuando puedan nos
lo quitarán”. Sin embargo, para esa mal llamada izquierda que tiene de
progresismo lo poco que la caridad tiene de tierno, bastante era haber llegado
hasta ahí. El resto, los obreros que tanta sangre y sudor habían derramado para
conseguirlo querían más, necesitaban más, pero su estrategia de “normalización”
con la modernidad se diluyó en el esperpento de izquierda mal entendida que hoy
tenemos. No es tan distinta esta idea que lo que hoy se llama (de diferentes
formas) unidad del pueblo o lo que Podemos quiere capitalizar hacía sí en su
marca. Mas bien es un refrito de lo mismo pero sin contar con la experiencia de
quienes de tanto refrito tienen las manos llenas de quemaduras.
Y es que no es lo mismo escribir la
receta de un refrito que sacar plancha y hornillo para ponerte a hacerla. A
aquella izquierda le sobró harina de ligazón y le faltó chicha. Si, le faltó
chicha, enjundia, miga, entraña, sustancia, víscera… le faltó clase. Porque
cuando la izquierda, o sus diferentes formas de denominarla caen lo que emerge
es la necesidad de una orientación de clase, bien sea consciente o
inconsciente, pero de clase. Esa clase que no se estudia en los libros pero que
huele a lentejas de puchero para comer y cenar en los malos inviernos y a sudor
por los metros y la barra de los bares cuando el trabajo se acumula en las
calles.
Es muy posible que ya no tenga sentido
la izquierda y que reclamarla ya no se ajuste a lo que la gente necesita, ¿pero
que necesita la gente? Seguramente si preguntase a la madre soltera y camarera
a jornada completa, a los obreros que ya no pueden recortar mas los vinos que
toman o las universitarias que desgastan su tiempo descerebrándose en las
bibliotecas las respuestas serían muy dispares, sin embargo, todas ellas
estarían atravesadas por perspectivas transversales. La perspectiva de tener un
futuro, unas garantías de vida, unas condiciones de educación y trabajo, evitar
el ahogo de la deuda económica para poder vivir… etc. No es la centralidad de
ningún tablero donde descansa el 100% de la población. No es una perspectiva
bien vista por el pijo de la clase y el niño que estudia a las nueve de la
noche en el bar donde su madre trabaja sin derecho a baja por accidente
laboral. No es una perspectiva que afirme por igual quien dedica horas de
estudio para un puesto precario que quien en su puesto directivo (logrado por
recomendación de la empresa de papá) decide cuanto de precario serán este año
los contratos.
Pero tampoco será una lógica para
quienes viviendo del lado de los esforzados se empeñen en defender las cosas
como están con la esperanza de alcanzar el puesto de verdugo (o rey) antes de
que el nudo de la soga apriete demasiado.
La clase emerge con fuerza cuando la
izquierda como elemento aglutinador cae por su propio peso. Los aglutinantes
solo sirven cuando la salsa ya esta mas que cocinada, al final del plato y no
al revés. Es la conciencia de clase (actualizada y modernizada en su lenguaje y
formas) quien une a quienes se necesitan entre sí, sin esa conciencia ¿para que
unirnos? ¿Acaso podemos permitirnos una vez mas desafilar las pretensiones en
pos de mantenernos unidos con quien no sabe lo que es el trabajo con las manos?
¿Acaso les necesitamos a ellos o son ellos quienes nos necesitan a nosotros
para seguir sin dar un palo al agua?
Juan Carlos Monedero tiene razón cuando
habla de que la izquierda ha dejado de tener sentido para la gente de mi
barrio. Pero la gente de mi barrio no oyen el sentido común cuando suena la
barriga clamando lentejas. Quizá sea el tiempo de dejar de idear pasteles y
comer pan duro. Quizá sea el momento de unirnos sí, pero entre los iguales.
Hasta ese momento, quienes poblaban la biblioteca se sentirán mejores que
quienes estaban en el bar y competirán unos contra otros mientras, los
predicadores pseudo intelectuales se partirán el culo con los carrillos llenos.